Comentario
Algunas de las grandes empresas artísticas del período colonial estuvieron indisolublemente ligadas a hombres cuyo papel como promotores de las artes debe ser siempre recordado. Obispos, virreyes y mineros desdibujan a veces con sus nombres los de los artistas que para ellos trabajaron, pues fueron ellos los verdaderos artífices que con su sabiduría o sus riquezas crearon hitos del devenir artístico.Cuando el oidor Vasco de Quiroga tomó posesión del obispado de Michoacán en 1538 decidió construir la catedral en Pátzcuaro. Si la obra de Moro estuvo presente en la mente del obispo a la hora de trazar su catedral, quizá pensó también en algún momento en recrear aspectos del templo de Jerusalén siguiendo textos medievales. La confluencia entre cultura clásica y cristianismo se manifestó en un interior decorado con tapices de tema mitológico (Hércules) y del Antiguo Testamento (Tobías), además de retablos de tema sagrado. Hasta tal punto fue una obra ligada a su persona, que esta catedral tan sólo creció mientras él vivió.A otro obispo, Juan de Palafox y Mendoza, le acompañó a Puebla el pintor, arquitecto y escultor aragonés Diego García Ferrer, que trabajó siempre a su servicio y que incluso regresó con él a España. En los años que Palafox fue obispo de esta ciudad -1640/1650- acabó la catedral "reduciéndola a singular suntuosidad y grandeza" como escribía, orgulloso, en una carta al rey y promovió también la construcción de un seminario como buen obispo contrarreformista que era, donándole su biblioteca. A la entrada de ésta colocó sus armas y las de su familia (Ariza), lo mismo que lo hizo en la fachada de la iglesia de San Miguel del Milagro, fundada por él cerca de Puebla. Su compromiso con lo que había sido su labor en ese obispado le llevó a proyectar su sepulcro en el trascoro de la catedral, aunque acabara sepultado en España, después de haber tenido que dejar Puebla tras un largo enfrentamiento con los jesuitas en el que intervino incluso el virrey.Fue frecuente el que virreyes y obispos se hicieran acompañar, al tomar posesión de su cargo, por artistas. Se ha señalado que la llegada de Luis Lagarto a Nueva España en 1585 coincidió con la del virrey marqués de Villamanrique. Es probable que con el virrey marqués de Montes Claros llegara a Nueva España en 1603 el pintor sevillano Alonso Vázquez que, entre otras obras, parece que decoró la capilla del palacio. A veces no llevaban con ellos artistas, sino cuadros y tapices que dejaron su impronta en la evolución del gusto y en los pintores locales. Ese fue el caso del obispo Mollinedo, que llevó consigo a Cuzco cuadros de pintura española que explican la influencia del Barroco madrileño en Basilio de Santa Cruz. Otras veces fueron las obras emprendidas allí las que les hicieron famosos, como al virrey Bucarelli, recordado por las transformaciones llevadas a cabo en la Ciudad de México durante su gobierno. El reto que suponía para un gobernante, conocedor siempre del poder de la imagen, dejar memoria de su gobierno se materializó en obras de arte y arquitectura en multitud de ocasiones y no sólo en el ámbito hispano. Mauricio de Nassau, que gobernó el nordeste brasileño (1630-1654) bajo dominio holandés, reformó Recife, promovió la construcción de edificios públicos y los pintores flamencos, holandeses y alemanes que se aproximaron a aquellas tierras con un afán documental desconocido hasta entonces son conocidos como los pintores de Nassau, con nombres tan relevantes entre ellos como los de Post o Eckhout.La labor de los ricos mineros invirtiendo fortunas en obras de arte y de arquitectura tuvo dos ejemplos magníficos en la Nueva España. De la fortuna del minero José de la Borda -Dios a darle a Borda y Borda a darle a Dios- quedó para admiración de la historia la iglesia de Santa Prisca y San Sebastián que él financió en Taxco (1751-1758). En el caso de la iglesia de San Cayetano en Guanajuato (1765-1788), espléndido ejemplo del Barroco, conocida como La Valenciana por el nombre de la mina de la que fue capilla, permanece para siempre unida al nombre de su promotor, el minero Antonio de Obregón y Alcocer, que financió también la construcción del hospital betlemita de esa ciudad. A un nivel más modesto, pero por ello más significativo de que se trató de un fenómeno generalizado, una lámina del Corazón de Jesús, con marco de plata recuerda en Potosí que el donante había sido en 1790 "don Casimiro Calderón y Olarte, vecino y azoguero, dueño de minas e ingenios", y en Zacatecas los agustinos pudieron tener buenas casas a comienzos del siglo XVII gracias a la generosidad del minero Agustín de Zavala. En el siglo XVIII la catedral de Puno, a orillas del lago Titicaca, fue financiada por el minero M. J. de San Román. En el caso de Minas Gerais (Brasil) fueron las cofradías las grandes promotoras del arte. El santuario del Bom Jesus de Matosinhos en Congonhas do Campo, en el que trabajaron los mejores artistas de la época y obra maestra del arte escultórico del Aleijadinho, fue financiado por el minero portugués Feliciano Mendes en agradecimiento por haber recuperado la salud. Era tal el orgullo de aquellos que habían invertido su dinero en el bien público fundando iglesias, hospitales o colegios que alguno lo dejó escrito en su sepultura -es el caso dé Andrés Almonaster y Roxas, muerto en 1798, que en su sepultura de Nueva Orleans especificó una por una sus fundaciones- para recuerdo de los siglos futuros.Quizá, como escribió Cervantes, el Nuevo Mundo se pudo ver como "puerto de refugio para los pobres diablos de España", pero lo cierto es que en cuanto se asentaban allí y obtenían riquezas además de intentar conseguir un título mimetizaban los comportamientos de la nobleza española, siendo uno de los más representativos de haber alcanzado un determinado status social el de la fundación de conventos e iglesias. Un ejemplo puede ser el de don Antonio Cortés Chimalpopoca, hijo de un descendiente de Moctezuma, que edificó en 1573 un templo en Tacuba, en cuyo campanario hizo esculpir las armas que le había concedido Felipe II y en cuya puerta puso una inscripción que recordara para siempre su nombre ligado al de su obra. A veces los conventos guardan los retratos de sus fundadores -como los del matrimonio Oquendo en Santa Teresa de Potosí que, por cierto, recuerdan en cuanto a composición retratos velazqueños-, otras veces fueron estatuas orantes, como las de los fundadores del oratorio de San Felipe Neri en San Miguel Allende (México), a ambos lados de la capilla.Desde luego ya no hablamos de grandes nombres, como Quiroga o Palafox, pero comprobamos cómo a otros niveles también se dio el mismo fenómeno. Por ejemplo, no se pueden explicar sin contar con la figura del cliente pinturas como las de la Casa del Escribano en Tuzja, en la que su propietario, Juan de Vargas, plasmó su cultura y su gusto por la mitología. Tampoco se podrían explicar las figuras de la escuela cuzqueña de pintura sin tener en cuenta los ideales de elegancia de su rica clientela. Aunque no se trate propiamente de promotores, la numerosa clientela que en Potosí tuvo el pintor Melchor Pérez de Holguín se explica tanto por la riqueza que producían sus minas de plata como por el papel del arte en la sociedad, convertido en signo de un ascenso social que lleva no sólo a poseer obras sino a saber apreciarlas.